Hablar de una ética del psicoanálisis siempre plantea
controversias e interrogantes sobre lo que se entiende por ella. Tanto así como la diferenciación, que el
propio concepto de ética nos deja, con lo que entendemos por una ley moral que
se instala en la estructura y de alguna manera determina una relación lógica
entre los elementos que rigen la realidad del sujeto.
Una realidad en la que el sujeto se instala y que
solo puede abordarse desde el lenguaje. La única realidad con la que el sujeto
cuenta para llevar adelante su existencia es una realidad del lenguaje; una
realidad que pensamos como fantasmática.
Hablar de ética y de moral nos remite a plantear qué
entendemos por El bien y El mal; tanto así como preguntarnos qué quiere decir
que el sujeto del psicoanálisis pueda
estar bien en el mal.
Pienso que para poder recorrer estos senderos es
importante hacer un comentario sobre lo que, tanto Kant como Sade, tienen para
decirnos al respecto. Textos que Lacan analiza para luego cimentar una posición
en la que se ubica el analista en función de su praxis (praxis que constituye
un juego entre los elementos como el deseo, la ley, la pulsión y el goce).
Desde una perspectiva kantiana nos posicionamos desde
un lugar que entendemos como universal; es decir que Kant propone el concepto
de imperativo categórico para dar cuenta de cómo circula la ley moral en el
sujeto y la búsqueda del bien. A la cual Lacan propone como un callejón sin
salida.
Hablar de imperativo categórico implica aquellos
mandatos que son incondicionales, que se imponen como superiores por su valor
universal y desde ese lugar ejercen un poder sobre el sujeto.
Ahora bien, contamos entonces con una máxima que
tiene pretensiones de ser ley universal. Y para que sea constituida como
universal no quiere decir que se imponga a todos sino que valga para todos los
casos.
El imperativo moral actúa desde el lugar del Otro,
desde donde su mandato nos requiere. Lacan plantea que la bipolaridad con que
se instaura la ley moral no es otra cosa que esa escisión del sujeto que se
opera por toda intervención del significante: concretamente del sujeto de la
enunciación al sujeto del enunciado.
Por otra parte, podemos plantear que la máxima
sadiana es más honesta puesto que “desenmascara la escisión del sujeto”. Sade
juega con una ley moral que implica el acto de irrumpir en el otro y gozar de
él; derecho del cual Sade piensa poseer.
Tanto la ética kantiana como la sadiana nos llevan a
cuestionar al sujeto en su realidad fantasmática. Desde una perspectiva
sadiana, Lacan plantea que ese fantasma tiene una estructura en la que el
objeto no es más que uno de los términos en que puede extinguirse la búsqueda
de la figura. Cuando el goce se petrifica en él, se convierte en el fetiche.
Es decir, que esto es lo que sucede con el ejecutor
en la experiencia sadiana ya que su presencia en el límite se resume a no ser
ya sino su instrumento.
Es preciso que ahora nos interroguemos sobre las
cuestiones que hacen tanto a la ley como al deseo, y como estos dos elementos
se ligan en el fantasma del sujeto.
En el Seminario 7 sobre la ética, Lacan plantea que
la realidad para el hombre está estructurada como siendo lo que siempre vuelve
al mismo lugar y estando ese Das Ding siempre en el centro.
Lacan sostiene que
ésta búsqueda de lo que siempre vuelve al mismo lugar se liga con el
concepto de lo que llamamos ética; y que no es simplemente el hecho de que haya
obligaciones, un vínculo que encadena, ordena y hace ley.
La ética comienza en el momento en que el sujeto
plantea la pregunta sobre el bien (su bien) que había buscado en las
estructuras sociales y donde es llevado a descubrir que es lo que vincula la
ley con la estructura misma de su deseo.
La ley moral, decimos entonces, se articula con lo
real por ser, no solamente aquello que insiste, que vuelve y que molesta sino
también por ser garantía de la Cosa.
Lo que se desprende de estas líneas es que Kant y
Sade son de la misma opinión, pues para alcanzar Das Ding y arribar al deseo,
ambas éticas ponen al dolor en el horizonte de sus miradas.
Kant lo expresa así: “En consecuencia, podemos ver a
priori que la ley moral como principio de la determinación de la voluntad,
perjudica por ello mismo todas nuestras inclinaciones, y debe producir un
sentimiento que puede ser llamado de dolor”.
Entonces, al hablar del dolor debemos plantear tanto
el dolor del prójimo (Nebenmensch) y también el propio dolor del sujeto; que
son una única y misma cosa.
Entonces, planteamos que ese Das Ding estaba ahí
desde el comienzo, que es la primera cosa que pudo separarse de todo lo que el
sujeto pudo nombrar. La ley, dice Lacan, no es la Cosa, sin embargo no hubiese
tenido idea de ella si no fuese por la ley; por lo que sin la ley, la Cosa está
muerta.
En el medio de estas paradojas nos encontramos con la
posición del analista frente a un sujeto que desea y que goza. Un sujeto que
articula toda una cadena infinita de significantes en la cual su fantasma se
hace oír y donde no tiene otra manera de presentarse ante el Otro si no es a
través de su demanda.
Ante este escenario, el analista juega con los
elementos que su propio fantasma le deja captar y en esto se ubica la cuestión
del bien. De ese Bien que el analizante padece, sufre, interroga y ante el cual
muere.
El Bien del sujeto lo goza, lo apabulla y lo hace vacilar.
En estos términos lo que el analista debe escuchar e ir a interrogar es la
posición del deseo y como éste se
articula en los tres registros que ya
conocemos.
De
lo que se trata en definitiva, y ésta es la posición ética, es de escuchar y
poner en cuestión lo que se juega en el terreno del deseo del sujeto y
‘no-querer-su bien’ implica un corrimiento del lugar de supuesto saber para dar
espacio a la producción fantasmática del sujeto, que nos llevará a su-Cosa.
Palabra que en definitiva no quiere decir otra cosa que Su-Causa.