Cuando
pensamos en la cuestión del deseo tenemos que establecer grandes diferencias
con respecto a lo que cotidianamente se entiende por desear; es decir que
tenemos que hacer una oposición entre lo que, en psicoanálisis, entendemos por
deseo y lo que pensamos como el anhelo.
El anhelo lo
podemos entender como aquello que está ligado al registro de lo imaginario, es
decir que lo entendemos como aquellos objetos imaginarios de la realidad que el
sujeto quiere (el sujeto quiere cosas) poseer para satisfacer un goce pulsional
por ejemplo. Sucede que solemos confundir este tipo de movimiento con el Deseo,
tal y como lo pensamos en la clínica analítica.
Si lo
dejásemos en este punto, podemos decir que estamos haciendo psicología, es
decir, trabajando e interviniendo en un plano del discurso que solo ocupa la
parte imaginaria, el “bla bla bla” del discurso corriente.
De todas
formas, aquí nos encontramos ante una gran paradoja; ya que todo avatar fálico
de cada sujeto se desprende del discurso imaginario que comentábamos, es decir
que todo análisis implica un “hablar boludeces” que nos llevará al núcleo de su
ser (como dirá Freud).
El Deseo del
que hablamos tiene su nacimiento en la falla inaugural que funda la estructura,
es decir que el lenguaje es aquello que nos atraviesa desde un tiempo mítico y
nos condiciona en función de una pérdida, que llamamos objeto pequeño (a); es
un objeto intangible que funciona como causa de dicho Deseo.
Entonces, al
ser atravesado por el lenguaje, algo se pierde, y el recorrido del Deseo
comienza en ese momento mítico. Dicho esto hay que hacer una incorporación
fundamental: nada de ello ocurre sin la instancia del Otro, ese espacio desde
donde nuestro sujeto nace y hacia donde se dirige su demanda (de amor).
Ese Otro del
que hablamos es un lugar desde donde se produce un discurso que al sujeto lo
toma; esto quiere decir que una persona no nace en el momento de su orden
biológico, sino mucho antes, quizás en ese momento en donde es nombrado por el
Otro. Ya en ese punto ese Deseo lo toma, por eso decimos que no hay hijos que
no sean deseados, siempre hay un Deseo; la pregunta que a veces se desprende es
¿deseo de que?
Entonces,
tenemos que el Deseo es siempre escurridizo, se escapa por las grietas del
discurso en ese preciso momento en que pensamos que lo hemos conseguido,
siempre se trata de otra cosa. Un ejemplo claro de ello tiene que ver con
conseguir lo que uno quiere tan desesperadamente; sucede que el sujeto le huye
a dicho encuentro ya que eso mismo genera una angustia de la cual se defiende
pero que dicho encuentro no puede ser, en definitiva, evitado. Viene a cuenta
de la famosa frase que solemos decir en psicoanálisis: el sujeto no tiene un
Deseo, sino que el Deseo lo tiene a él.