Cuando se plantean éste tipo de preguntas que encierran las
variaciones y problemáticas en distintos campos que se ocupan de lo que le
sucede a un sujeto, suelen presentarse confusiones que van desde lo teórico y
que se plasman en la cotidianidad clínica; es decir, en los que-haceres que
implican a los psicólogos y a los analistas.
En principio, lo podemos decir de entrada, cabe aclarar que éstas dos
disciplinas son estrictamente diferentes, tanto por su corpus teórico como así
en la clínica que se despliega en el dispositivo.
Es cierto que es tentador caer en la dialéctica acerca de qué viene
primero; digo, si la teoría o la práctica. Creo que, en principio, la formación
de un analista viene atravesada por los textos. Esto no quiere decir que “ser”
analista quiera decir “saber mucho sobre psicoanálisis”, pero también es cierto
sin ello, la práctica no tendría sentido.
Cuando menciono la palabra TEXTO, recuerdo una frase de Jacques
Derrida cuando menciona que: “somos texto”
y que no hay nada por fuera de ello. Así también lo hace Nietzsche cuando
refiere que somos esclavos de la
gramática y que toda pasión es una prisión. Y así, vamos de prisión en
prisión.
Freud lo ha mencionado en varias oportunidades pero hay una instancia
de su obra en la cual viene a plantear cortes y diferencias tajantes con otras
disciplinas, sobre todo con el discurso médico, del cual él mismo es heredero.
Esta instancia tiene que ver con su texto “psicopatología de la vida
cotidiana”; donde menciona una serie de ejemplos y casos en los cuales concluye
que los olvidos, los equívocos, los despistes, los murmullos, y todas las
variaciones de lo que al sujeto le suceden, es decir, le pasan; no tiene que
ver con errores cognitivos ni dificultades en la incorporación del aprendizaje.
Freud nos viene a contar en dicho texto que todos esos fenómenos son
fundamentales para el análisis. Son esas instancias en las que el sujeto que
habla, que viene armado a su análisis, pasa a la instancia de ser-hablado. Aquí
tenemos la primera gran diferencia con la psicología.
Lo que para la teoría de la comunicación se menciona como el “ruido”
de la misma, esa palabra que no llega al receptor, el famoso “teléfono
descompuesto” que se quiere suprimir para que nos entendamos cuando hablamos.
Es justamente eso mismo lo que en psicoanálisis se toma como pieza angular del
material a trabajar.
Somos sujetos del significante, sujetos que solo existimos enganchándonos
a una palabra que nos represente: Hombres, mujeres, niños, madre,
profesionales, etc. Todos significantes que utilizamos para “ser algo”.
El lenguaje no es, como se piensa en psicología, una herramienta que
utilizamos para hablar. Todo lo contrario, el lenguaje (como estructura) nos
toma desde los inicios. Es nuestro “trauma de nacimiento” que nos habita.
Cuando acudimos a un análisis, llevados por una angustia que atraviesa
y hace sufrir, nos pone en jaque el mismo lenguaje. Ahí es donde se juegan
todas las resistencias y las paradojas, ya que no queremos saber nada de ello.
Todo ello nos lleva a la gran pregunta que genera un corte entre las
dos prácticas. La pregunta por la Realidad.
¿Qué es? Pregunta difícil si las hay, ya que dependiendo del lugar
desde lo leamos puede significar diferencias en nuestra práctica.
Para el psicoanálisis, la realidad es fantasmática, esto quiere decir
que solo podemos pensarla desde lo simbólico y que no hay una realidad
pre-discursiva. No hay nada por fuera del discurso, y si lo hay, solo podría
existir si le damos entidad significante (enorme paradoja).
En este sentido vale la pena citar al matemático Wittgenstein cuando
dice que “el límite de nuestro mundo es
el límite del lenguaje”.
Un ejemplo cotidiano de esto tiene que ver con los animales
domésticos; se suele escuchar que el “perro está contento porque mueve la cola”
o “ladra porque tiene hambre”. Contento y
hambre son significantes que le donamos para crear una realidad.
Por ende, es imposible pensar en UNA
realidad; en este sentido va a depender de cómo cada sujeto se articuló al campo
donde nació, es decir al Otro.
Gran diferencia con la psicología y sus pretensiones de cientificidad
a lo largo de la historia. Un ejemplo claro de ello son las baterías de los
test diagnósticos; que para lo único que sirven es para que el terapeuta se
defienda de su propia angustia. Como solemos decir, el test no “cura” a nadie,
sirve para clasificar al sujeto; para poder responder a la pregunta ¿Qué es? Y ¿Qué
tiene?
Lo que sí sabemos, es que cuanto más se escucha el diagnóstico, menos
se escucha al sujeto que se encuentra delante nuestro.
Lo mismo corre para aquellos analistas que anotan todo lo que el
paciente dice, para que “no se escape nada de lo importante”. Así mismo, otra
forma de defenderse que tenemos los analistas y evitar la angustia de que algo
se nos pierda. Cuando, en verdad, lo importante es que ese objeto perdido
circule en el dispositivo.
Por último, cuando se pregunta qué es ser analista o ser psicólogo
basta con pensar que tiene que ver con la escucha y por cómo leemos el trazo
del sujeto. No es la persona-imagen que propone la psicología. Por eso, cuando
un paciente habla de otro, se queja de su padre o su madre; tenemos que pensar
que habla de él, de su realidad, sin importar tanto si los hechos que relata
ocurrieron o no. Son reales porque los está incluyendo en una novela que lo
atraviesa y lo angustia.
El padre y la madre no son las figuras de la cultura, es decir, si está en la casa o se fue al trabajo. Son
esos significantes que aparecen en el discurso, en el discurrir de su ser que
lo des-controla. Porque, como decía Heidegger, somos poemas antes que poetas.
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